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Violencia religiosa en Birmania

miércoles, 19 de septiembre de 2012


En Sittwe, la capital del Estado de Arakan, situado en el oeste de Birmania, aún son visibles las huellas de la oleada de violencia sectaria que inundó la región hace tres meses entre la mayoría arakanesa, de religión budista, y la minoría musulmana rohingya: barrios enteros como el de Narzi, de mayoría musulmana, están abandonados, numerosas casas yacen destruidas por el fuego y, en una ciudad con casi el 40% de musulmanes, resulta imposible ver a ninguno en la calle.

Los enfrentamientos entre ambas comunidades estallaron a principios de junio, cuando los medios locales difundieron la fotografía del cadáver abandonado en el campo de una joven budista violada y asesinada. El 29 de mayo, un día después de la violación, la policía detuvo a tres musulmanes como presuntos autores del crimen, pero el caso pronto se convirtió en el detonante de la violencia comunal cuando el 3 de junio varios centenares de budistas atacaron un autobús en la población de Taungup y mataron a golpes a 10 musulmanes.

En pocos días, la violencia se extendió por todo el Estado. Muchedumbres enfurecidas de arakaneses y rohingyas se echaron a las calles armados con machetes y otras armas de fabricación casera para atacar a cuanto miembro de la otra comunidad se encontraran a su paso e incendiar sus casas y templos religiosos. Según un informe de Human Rights Watch publicado el mes pasado, las fuerzas de seguridad, compuestas principalmente por arakaneses, no hicieron nada para evitar los disturbios durante los primeros días y después participaron activamente en la violencia disparando a los rohingya.

En un momento dado, las tensiones entre budistas y musulmanes llegaron a sentirse en Rangún y el conflicto amenazó con extenderse a otras regiones de Birmania. El presidente Thein Sein advirtió que la violencia podía amenazar el proceso de transición democrática emprendido por el Gobierno a finales de 2010 y el 10 de junio declaró el Estado de emergencia en Arakan, poniendo una región del país bajo control militar por primera vez desde que asumió el poder en marzo de 2011.

El Gobierno birmano estima que 78 personas, la mayoría musulmanas, fueron asesinadas durante los disturbios, pero organizaciones de derechos humanos como Human Rights Watch consideran que la cifra probablemente sea mucho más elevada. En la actualidad 70.000 desplazados internos, sobre todo rohingya, permanecen en campos de refugiados y los extranjeros tienen prohibido el acceso a la región desde hace una semana.

El Gobierno birmano está tratando de presentarse como un mediador imparcial entre ambas comunidades. Para controlar la situación en el Estado, envió desde Rangún al teniente coronel de la policía Myo Min Aung, un corpulento hombre de treinta y pocos años que culpa del estallido de la violencia a “extremistas extranjeros.

Oficialmente, la tarea de las fuerzas de seguridad a su cargo consiste en separar a ambas comunidades para evitar un nuevo estallido de violencia, pero los rohingya reciben un trato muy diferente al resto de la población. Los arakaneses, tanto los que residen en sus casas como los acogidos en campos de refugiados improvisados en templos budistas, tienen total libertad de movimiento, pero los rohingya están confinados en campos de desplazados internos y en barrios dentro de la ciudad fuertemente vigilados por la policía.

Los campos reciben suministros del Programa Mundial de Alimentos y donantes como el Gobierno turco, cuyo ministro de Asuntos Exteriores visitó hace un mes la zona y ha enviado donativos a los refugiados de ambas comunidades. No obstante, algunos niños mostraban signos de malnutrición en los campos de los musulmanes cuando visité la zona hace cuatro semanas y algunos refugiados rohingya se quejaban de que los suministros apenas son suficientes y de que, al no poder salir de los campos a comprar, carecen de útiles básicos para cocinar.

La situación podría ser incluso peor dentro de los barrios musulmanes, donde nadie puede entrar ni salir. Un joven de Rangún, cuya familia reside en uno de ellos y pidió no ser identificado, me contó que ha de enviar dinero a sus padres a través de la policía, que se queda con una comisión de hasta el 20%. Otros residentes de esos barrios entrevistados por teléfono afirmaban que tenían que comprar la comida a la policía, que les cobra hasta diez veces su valor en el mercado y que carecían de atención sanitaria, ya que los médicos arakaneses se niegan a atenderles.

Por el momento, las autoridades birmanas no han anunciado ningún plan para poner fin a la segregación de los musulmanes.

Las tensiones entre los dos millones de arakaneses y la minoría rohingya, compuesta por unas 800.000 personas, han sido constantes a lo largo de las últimas décadas y han desembocado en brotes esporádicos de violencia, a menudo alentados por el Gobierno para distraer la atención durante crisis políticas o económicas y neutralizar el nacionalismo independentista de una gran parte de la población arakanesa.

El régimen birmano ha negado los derechos más básicos a los rohingya durante décadas y ni siquiera los considera ciudadanos del país. Oficialmente, no son una de las 135 “etnias históricas” que vivían en el país en 1823, el año anterior al comienzo de la primera guerra anglo-birmana y del periodo colonial, lo que les impide tener la nacionalidad birmana según una ley aprobada en 1982.

La fecha de llegada de los rohingya a Birmania es objeto de un acalorado debate entre historiadores y especialistas en la región, pero no cabe duda de que muchos de ellos han vivido en el país durante generaciones y el etnógrafo británico Walter Hamilton ya se refería a ellos en 1820 como “los mahometanos que se establecieron hace tiempo” en Arakan. Sin embargo, muchos birmanos los consideran inmigrantes ilegales de Bangladesh empeñados en invadir el país e instaurar un Estado islámico. Abu Tahay, jefe del departamento político del Partido Nacional Democrático para el Desarrollo, una formación política rohingya, niega esas afirmaciones: “Esa es una acusación totalmente inventada por algunos políticos racistas. No hay ninguna organización que trate de instaurar un Estado rohingya, lo único que queremos es que se reconozca nuestra etnia y tener derecho a la nacionalidad”.

El sentimiento antirohingya y la islamofobia están muy arraigados entre la mayoría budista de Birmania. Además del Gobierno, lo ha alentado un amplio sector de la sangha, la comunidad monástica budista, tanto en Arakan como en el resto del país. Hace dos semanas, centenares de monjes se manifestaron en Mandalay para apoyar la propuesta del presidente Thein Sein de mantener a los rohingya internados en campos supervisados por el ACNUR hasta enviarlos a terceros países. Fue la primera manifestación de importancia liderada por los monjes desde la revolución de azafrán de 2007 contra la junta militar.

Por el momento, Aung San Suu Kyi, líder indiscutible de la lucha por la democracia y los derechos humanos en Birmania, ha evitado pronunciarse sobre el conflicto, excepto durante su gira europea en junio, cuando dijo en Noruega que no sabía si los rohingya deberían ser considerados birmanos. Su silencio ha sorprendido y decepcionado a muchos de sus partidarios en el extranjero y, por lo general, se ha atribuido a su deseo de no perder votos en las elecciones de 2015, en las que su partido, la Liga Nacional para la Democracia (LND) podría tener la oportunidad de acceder al Gobierno por primera vez.

Pero mientras Suu Kyi guarda silencio, otros miembros de la LND no han tenido reparos en explicar públicamente su postura. Win Tin, veterano miembro fundador del partido y probablemente su líder más influyente tras la propia Suu Kyi, le dijo a este reportero durante una entrevista en julio que el conflicto había sido “creado por extranjeros, por bengalíes. Según él, los rohingya “nos son nuestros ciudadanos en absoluto, todo el mundo aquí lo sabe y el problema radica en que quieren reclamar la tierra, quieren reivindicar que son una raza [birmana], que son nativos de este país y eso no está bien.

Win Tin se negó a dar su opinión sobre la controvertida ley de ciudadanía de 1982, pero afirmó que debemos mantener una ley de ciudadanía muy estricta. Además, propuso una solución a la crisis semejante a la del presidente Thein Sein: “El problema es esos extranjeros rohingya y tenemos que contenerlos de una forma u otra, algo como lo que sucedió en Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial con los japoneses. El Gobierno estadounidense los confinó en campos y tras la guerra los envió a Japón o les dio la oportunidad de solicitar la nacionalidad. Podemos solucionar el problema de esa manera”, y añadió que su posición era que no debemos violar los derechos humanos de esa gente, los rohingya o lo que quiera que sean. Una vez que están dentro de nuestro territorio, quizá tengamos que confinarlos en un lugar, como un campo, pero debemos valorar sus derechos humanos”. Otros miembros de la LND y activistas prodemocráticos expresaron opiniones parecidas.

También se han alzado voces a favor de los rohingya, como el famoso cómico Zarganar o el monje U Gambira, uno de los líderes de la revolución de azafrán, pero son una minoría en un país en el que la idea de nación está fuertemente vinculada a la religión y a la etnia. Como me dijo en Rangún Myo Yan Naung Thein, un conocido activista y director del Instituto Bayda de educación política: “el Ejército, Aung San Suu Kyi, los estudiantes de la generación del 88, todos nosotros compartimos una misma opinión sobre la identidad nacional”.

Artículo de Carlos Sardiña visto en FP en Español.

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