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La prisión de los buenos

lunes, 22 de febrero de 2010

La historia del pueblo Karen es la de una minoría étnica masacrada por un Gobierno -el birmano- con sed de poder y de sangre. He aquí mi experiencia como voluntaria en uno de ellos

Tras años de barbarie, siguen habitando sus aldeas bajo amenaza de muerte, escondidos en el bosque o encerrados en uno de los diez campos de refugiados que se sitúan en territorio tailandés.

"Preguntan por tí, sobretodo Bonface", termina el último correo electrónico que ha llegado a mi bandeja de entrada procedente del campo de refugiados de Mae Ra Mo. Bonface era mi alumno más aventajado. En mi segundo día de voluntariado, nada más cruzar la puerta del aula en la que les iba a dar clase de inglés, acudió raudo hacia mí y me dio la bienvenida al grito de "buenos días, maestra", en un castellano que, aunque imperfecto, emocionaba por las ganas de agradarme que le estaba poniendo.

Nunca supe a quién le preguntó que le enseñara tales palabras en mi idioma (ni otras tantas con las que fue salpicando nuestras conversaciones). Era su secreto. Y lo guardaba con la ilusión de quien todavía no ha crecido, con la picardía del que, a pesar de haber catado los sinsabores más ingratos, sigue jugando a las chapas en el patio. Admirable.

Bonface, como el resto de jóvenes que habitan el campo, es un muchacho con mucho pasado, algo de presente y apenas futuro. Ha vivido demasiado para su corta edad: han quemado su aldea, han matado a su tío y a su hermano, ha vivido escondido en el bosque durante más de un año.

Su día a día, sin embargo, discurre entre los muros trasparentes del campo, sin familia -siguen en territorio birmano, resistiéndose a abandonar una tierra que consideran suya-, sin pertenencias, sin posibilidades de cambio. Y su futuro -y esto es lo más desalentador- pende de un titular en la prensa que tarda demasiado en llegar. En Birmania -como a ellos les gusta llamarla, aunque el Gobierno haya cambiado el nombre por Myanmar- se eterniza la situación de barbarie y el tan anhelado final se difumina con cada nueva llegada masiva de refugiados que portan noticias frescas de ataques, violaciones, muertes y pánico.

Allí se sabe todo. No existen las mentiras piadosas, las sutilezas ni las verdades a medias. Allí todo es descarnado, crudo, real, atroz. Aunque a veces se tenga que rascar un poco para revelarlo.

El campo de refugiados
A primera vista, el campo es un lugar hermoso. Perfecto, con sus montañas verdes y frondosas, con su río de destellos plateados, con sus casas de bambú tradicionales, con sus amaneceres de postal, con sus vivos colores, con sus festivales impregnándolo todo.

Espiritualmente es todavía mejor. Y no me refiero aquí a rituales, religiones, ni opios del pueblo, sino a espíritu como aquello que insufla vida; y allí, de vida, van sobrados. Hablar con ellos es tomar una lección de humildad, entender que los sueños no mueren por imposibles, sino por olvidados. Y los suyos no lo están: siguen latentes, vivos, desbordados, presentes en todas y cada una de sus palabras. Los pequeños quieren ser profesores, periodistas, políticos, médicos. Los mayores, ansían labrarse un futuro lejos de las cadenas que los atan al interior de unas fronteras imaginarias. Algunos lo conseguirán -existen programas de reasentamiento para que los alumnos más destacados estudien en el extranjero, así como para familias que serían acogidas por países como Canadá, Australia, Estados Unidos o Noruega-; lamentablemente, no todos. Pero no importa. Sus ojos desprenden ilusión a cada palabra pronunciada. Aquel lugar es una caja de sorpresas. Un pequeño oasis de valores en medio de un mundo cada día más abocado al fracaso.

Tardé poco en rebasar la superficie de sonrisas, amabilidades y hospitalidades varias para dar con cierto tino en sus almas marcadas a fuego por la desgracia. Y fue por casualidad, como la mayoría de cosas importantes en la vida. Quise revolucionar mis clases de inglés creando el 'Karen Times', un periódico del campo que los propios alumnos debían sacar adelante.

Y la sorpresa vino de la mano de los encargados de las tiras cómicas: dibujos de niño con globos de texto absolutamente espeluznantes. Hombres harapientos entre las llamas que devoraban sus aldeas explicando el por qué no quieren abandonar su patria, niños que declaran abiertamente su odio hacia un Gobierno birmano que mata a sus madres y viola a sus amiguitas del colegio, jóvenes que piden a todos aquellos que viven en campos de refugiados o en occidente que nunca olviden su tierra ni su causa. Personajes de tinta y papel dibujados por niños con lemas de adulto atormentado. Y entre ellos estaba Bonface. El mismo que jugaba a las chapas en el patio.

Artículo de Olga Moya visto en BootUp.

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