Todo comienza como una broma. «Un joven como tú debería divertirse con mujeres». El conductor que me lleva en un viejo Nissan 4x4 a través de la sinuosa carretera que sirve de frontera entre Tailandia y Myanmar (antes Birmania) no muestra ningún pudor. «Las asiáticas son mucho más fieles y sumisas, nada que ver con las feministas extranjeras que se follan a cualquiera». Este treintañero de tez oscura e inglés roto desconoce mi condición de periodista y la intención de reunirme con una de las guerrillas que combaten con más fuerza al régimen militar birmano, la de los Karen. «No estoy interesado en prostitutas, gracias». Los ofrecimientos de servicios sexuales en el norte de Tailandia son continuos, y muchos viajan hasta aquí atraídos por la posibilidad de desvirgar a una joven a buen precio. En los hoteles de Mae Sai se ofrecen supuestas vírgenes (en ocasiones se realizan reimplantaciones del himen para parecerlo) desde 400 euros.
Se hace el silencio en el coche y desaparece la sonrisa maliciosa del chófer, que me escruta por el retrovisor, como si tratara de averiguar si soy de fiar. Por lo visto, lo parezco, así que lanza la piedra, como quien no quiere la cosa. «No sólo hay prostitutas, amigo mío».
Basta una expresión de extrañeza para que se explique. «También puedes comprar una chica para lo que quieras. Me han contado que hace poco unos australianos se llevaron a dos muy guapas».
No da más pistas, y él asegura que no tiene nada que ver con el tráfico de personas. Sólo admite conocer a un 'amigo' que sabe de alguien que podría ponernos en contacto. Como descubriré más tarde, el chófer saca un jugoso extra haciendo de imán para el oro que suponen occidentales y japoneses con mucho dinero y poca conciencia. «Sucede en todo el sudeste asiático. Los conductores suelen ser el primer eslabón de una cadena criminal que incluye prostitución, esclavitud sexual y venta de niños y mujeres», explica Seila Samleang, director en Camboya de la ONG Aple, cuyo objetivo es desenmascarar y llevar ante la justicia a pederastas.
Pasa un tiempo hasta que retomo el contacto con el chófer. Es una reunión informal, en un bar en cuyos reservados se contratan servicios de un 'striptease' mecánico, al son de música ratonera. Las sombras esconden felaciones y coitos. El ambiente es sórdido y decadente. La clientela es masculina y occidental en casi su totalidad. Sólo un par de japoneses rompen la monotonía del blanco solitario de mediana y avanzada edad.
El conductor comienza a rajar a partir del tercer whisky tailandés, un brebaje que habrá salido de alguna bañera. Empieza ofreciendo prostitutas, aunque no tarda en proponer algo 'no tan legal': una virgen. El gobierno tailandés castiga con dureza el tráfico de personas, «pero siempre hay alguna forma de encontrarlas aquí, porque son birmanas». Cruzan la frontera desde el poblacho fronterizo del otro lado, Tachileik, a través del puente que une ambos países. Los sobornos de los oficiales cada vez son más difíciles, «por eso son más caras». Aun así, diferentes ONG estiman que cada año cruzan ilegalmente, para estos fines, unas 10.000 chicas.
Este periodista constató en un viaje anterior que japoneses en teóricos viajes de negocios llegaban a Mae Sai para comprar una virgen, a la que encerraban durante una semana en un hotel, y hacer realidad sus fantasías sexuales. Actualmente, la situación ha cambiado, pero se siguen dando este tipo de casos. Según la Organización Mundial para la Inmigración, unas 200.000 personas son víctimas del tráfico humano cada año en Asia, un continente en el que se han creado claras rutas desde países 'emisores', como la propia Birmania, Nepal, Filipinas, China o Camboya, hasta otros intermedios, entre ellos India y Tailandia. De ahí, el salto al primer mundo, a los 'receptores', se da a través de Hong Kong, Singapur, o Japón, donde se estima que 150.000 mujeres inmigrantes sin papeles viven de la venta de su cuerpo. Alrededor de 30.000 llegan cada año a Estados Unidos, donde su precio puede multiplicarse por veinte.
En Mae Sai todavía son baratas. Muy avanzada la noche, y en vista de que no prosperan sus ofertas, el conductor llama a su 'amigo'. Éste, después de comprobar mi intención de quedarme en Asia por tiempo prolongado (cree que soy un hombre de negocios de materias primas procedentes de Indonesia), pregunta si me interesaría comprar una «novia». En realidad, no utiliza la palabra comprar. De hecho, casi presenta la transacción como una obra de caridad. «Hay una familia birmana de los campamentos (de refugiados víctima de la situación de guerra en el estado Karen de Myanmar) que tiene seis hijas y poco que comer». Un dinero les vendría muy bien, y ellos darían sin problema la mano de su hija «que tiene documentos para viajar por el país». Por si pudiera resultar preocupante, el 'amigo' aclara que «el matrimonio consiste en una ceremonia familiar con un chamán que no tiene ningún valor legal». Su precio: 150.000 baht (3.000 euros). «Una tailandesa cuesta mucho más». Pero todo es negociable en Tailandia. La chica se llama Nyein y acaba de cumplir 16 años. Es alta y delgada, de facciones marcadas y tez oscura. Tiene la mirada tímida, y es completamente inconsciente de lo que traman sus padres y el 'amigo' de nuestro anterior 'amigo', que es quien nos lleva hasta el poblado después de varios días de negociaciones, borracheras, y comprobaciones varias, porque siempre cabe la posibilidad de que yo sea algún infiltrado de una ONG a las que achacan «no saber absolutamente nada de lo que sucede y preocuparse sólo de conseguir dinero». Sin duda, las mujeres no están a la venta para simples turistas.
La verdad va saliendo a la luz: ninguno de los miembros de la familia tiene estatus de refugiado y en ningún momento se muestran credenciales de tipo alguno, aunque los rostros pintados de blanco demuestran su origen birmano. Curiosamente, la vivienda tampoco es, ni mucho menos, la más desastrada del lugar. Una televisión preside la estancia principal de esta construcción de madera y paja, y la casa cuenta con dos aparatos más, algo inusual entre los más pobres de esta zona del país. Finalmente, los descendientes de la familia son cuatro, y sólo dos son niñas «improductivas», según mi acompañante. Sin embargo, su valor puede incluso superar al de los varones campesinos, ya que resultan más rentables como prostitutas o, simplemente, para su venta en transacciones como esta.
Vendidas a burdeles
Aunque las ONG que trabajan sobre el terreno prefieren no reconocerlo con esas palabras, el creciente papel de las mujeres en el negocio del sexo es una de las razones por las que el infanticidio de niñas ha quedado casi erradicado. En países como China, el desequilibrio existente entre sexos, con una población varón notablemente más numerosa, ha supuesto un 'boom' del negocio de la prostitución y de la venta de mujeres para el matrimonio de aquellos que no consiguen su media naranja sin abrir la cartera. De hecho, cada vez son más habituales los casos en los que la Policía rescata a mujeres secuestradas con este fin. Su número se cuenta por miles.
En la mayoría de ocasiones, sobre todo en el subcontinente indio y en el sudeste asiático, las mafias que trafican con mujeres y niños reclutan a sus víctimas en zonas rurales con promesas de trabajo en la ciudad. Allí descubren que han sido vendidas a burdeles a los que han de pagar la suma que han costado sirviendo a clientes, algo imposible ya que se va sumando el coste de su manutención. En otras ocasiones, las jóvenes son violadas y los criminales aprovechan el estigma creado para forzarlas a vender su cuerpo ya que nadie las querrá «así de sucias».
La denominación de mafia remite a una organización perfectamente sincronizada al estilo italiano, pero rara vez se cumple esa acepción en Asia. Es más una cadena de camioneros, vividores, traficantes de poca monta, policías mal pagados y burdeles asquerosos que sirven a clientes locales cuyo poder adquisitivo es muy reducido. Sin duda existen mecanismos más sofisticados, y en ocasiones se destapan conexiones al más alto nivel gubernamental, pero es la excepción. No obstante, estas pequeñas redes son tan numerosas que sumadas provocan una de las mayores lacras del continente. Aunque en ciertos países, con Tailandia a la cabeza, la situación mejora, en otros, como en Camboya, se da el escenario opuesto.
Diferentes organizaciones cifraban en 2004 entre 35.000 y 50.000 el número de españoles que viajan cada año a países en vías de desarrollo con fines sexuales. Sus delitos, en caso de que abusen de menores, pueden ser perseguidos en España, pero rara vez lo son. «Es muy difícil conseguir pruebas concluyentes, pero sabemos que cada vez son más», reconoce Samleang.
En este caso concreto, y aunque parezca mentira, Nyein tiene suerte.
Su familia la vende a quien cree que puede ser más o menos de fiar (los occidentales de raza blanca son considerados más amables y tienen fama de tratar mejor a las mujeres). Además, el de Nyein es un caso poco habitual, ya que las ventas por parte de la familia son minoría.
Sus padres escudan esta decisión con una miseria que no es evidente por ninguna parte, y el intermediario reconoce que «es una forma de hacer negocio». Las botellas vacías y el estado de embriaguez del padre, así como las tortas que propina a sus hijos, indican graves problemas familiares, algo habitual entre las minorías étnicas de esta zona, cercana al Triángulo del Oro, uno de los centros regionales más activos para el tráfico de droga, y territorio de guerras sin fin.
Cerrar el negocio
Comienza el regateo. Diversas organizaciones aseguran que hay mujeres que se venden por menos de 500 euros. Por Nyein piden mucho más. Claro que hay que pagar al conductor y a su cadena de amigos, además de a la familia. Hay que aducir que la chica no es especialmente guapa. «Pero es virgen y sabe cocinar», replican sus padres. «No tiene pasaporte y será difícil que lo consiga, por lo que no es posible sacarla del país». Sólo servirá durante la estancia en Tailandia. El intermediario aprovecha un rato a solas para sugerir que siempre se puede «revender». En cualquier caso, el precio ya ha bajado a los 1.800 euros, que incluye el costo de la ceremonia de 'matrimonio'. El intermediario asegura que no habrá ningún problema por parte de las Autoridades siempre que se mantenga discreción. Y asegura que no se seguirá adelante si Nyein se niega, aunque no parece que tenga esta opción.
No se plantea ninguna otra condición. Todo parece arreglado. Ahora es preciso buscar una salida digna. Después de regatear, negarse a cerrar el negocio es razón suficiente como para llegar a las manos. Nyein es menor de edad, y todo el proceso es ilegal y está penado con largas condenas entre rejas, tanto para el cliente como para los traficantes. Parece no resultar un problema. Trato de escudarme en este hecho, al que quitan importancia. Incluso me ofrecen pasar unos días con Nyein «para tomar una decisión». Unos miles de baht en concepto de compensación contentan a la familia y cubren mi salida. Se suman a lo que podrán obtener con el próximo cliente de Nyein.
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