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"Estando embarazada, me violaron hasta desmayarme"

domingo, 13 de junio de 2010

Rutha. Víctima de la violencia del ejército birmano. El Tribunal Internacional sobre Crímenes contra las Mujeres la convocó como testigo en Nueva York. Pide ayuda a la comunidad internacional desde el campamento de refugiados tailandés de Mae Tao.

La birmana Rutha, de 24 años, voz tenue y mirada huidiza, fue convocada en marzo en Nueva York, junto a otras 14 compatriotas, por el Tribunal Internacional sobre Crímenes contra las Mujeres de Birmania como testigo. Sin embargo, no logró un visado a tiempo para contar el infierno que sufrió a manos del ejército birmano, que ahora revive desde el campamento para refugiados de Mae Tao, en Tailandia.

Los abusos de los militares son frecuentes, pero no todas las mujeres de este país asiático tienen la valentía de Rutha para denunciarlos. Unas, por miedo a ser repudiadas por sus propias familias y los vecinos; otras, por miedo a represalias en un país sometido al brutal poder de una dictadura militar y donde uno de cada cien habitantes es soldado aunque no hay ninguna guerra declarada oficialmente.

¿Qué edad tiene su hija?
Tiene 4 años. Pero estuve a punto de perderla cuando estaba embarazada. En mi aldea, los soldados nos forzaban a trabajar para ellos. La primera vez que vinieron, se llevaron a mi padre y a mi tío a cargar material militar muy pesado. A mi tío lo azotaron con varas de bambú hasta que, a causa de las heridas, no pudo seguir trabajando. No lo dejaron volver a la aldea y acabó muriendo en medio de la selva, abandonado.

¿Cómo empezó usted a trabajar para los soldados?
Un día, mi madre, a quien los soldados raptaban regularmente, enfermó de apendicitis. Les explicó que no podía moverse. Me miraron y me dijeron que yo tendría que ir en su lugar. Les conté que estaba embarazada de cinco meses, pero no les importó. Me amenazaron con una pistola. Me pasé cuatro años yendo varias veces al mes con ellos a realizar trabajos forzados.

¿En qué consistía el trabajo?
Nos obligaban a cargar arroz y municiones para ellos durante varios días. Para comer nos daban arroz podrido, incluso con excrementos de rata en el plato. Todos acababan trabajando para ellos. Nos trataban como a esclavos. Venían a las aldeas a llevarse a la gente, a dedo. Dividían a hombres y mujeres. Vivíamos aterrados.

¿Y las mujeres?
Nos esclavizaban. Una noche, en medio de la selva, me acosté extenuada, los soldados se acercaron a mí y empezaron a tocarme el pecho y a mofarse. Les rogué que pararan, pero estuvieron intimidándome toda la noche. A la mañana siguiente, me dolía tanto el pecho que no pude levantarme. Un soldado entró en mi choza, me empujó y me violó. Luego entró otro, y otro, y otro ¡Estaba embarazada! Una curandera me ayudó para no perder a la hija que llevaba en el vientre

Terrible.
En otra ocasión, mientras dormía, los soldados me obligaron a permanecer acostada. Estaba siempre muy asustada. Me puse a gritar y un soldado me golpeó en el estómago. Me quedé sin respiración. También oí cómo gritaban otras mujeres. Me violó, y luego entró otro, y otro y otro hasta que amaneció y perdí el conocimiento. Ahora sufro muchos problemas de abdomen; ya no puedo tener más hijos.

¿Cómo escaparon?
Muchas mujeres acabaron suicidándose. Nunca olvidaré el día en que, ya en casa, los soldados entraron y preguntaron por mi padre. Querían que volviera a irme con ellos. Acababa de regresar de los campos de trabajo forzoso y mi padre les pidió que me dejaran en paz. Sacaron sus armas y lo mataron delante de toda la familia. Después de matarlo, quemaron la aldea. Ni siquiera pudimos enterrarlo. Tuvimos que abandonarlo dentro de la casa mientras ardía para poder huir. La aldea entera huyó.

¿Qué hicieron después?
Ya entonces, mi madre estaba muy enferma. Caminamos durante varios días por la selva para poder llegar a un campo de refugiados en Tailandia. No teníamos nada, ni dinero ni comida. Un barquero accedió a llevarnos hasta la frontera, pero al llegar al control, las autoridades nos dijeron a gritos, delante de todo el mundo, que volviéramos a Birmania. Mi madre no supo qué decir a esos hombres, que también estaban armados. Estaba aterrorizada. Les contó que no queríamos morir en manos del ejército birmano. Incluso llegó a sugerir que nos suicidáramos todos juntos, mi hija, mi marido y mis hermanos, arrojándonos al río.

¿Y cómo consiguieron entrar en Tailandia?
Me vi obligada a confesar qué me habían hecho, delante de toda la familia, de mi marido y de los responsables del campo de refugiados que, entonces, nos trajeron hasta aquí de forma clandestina. Resultó muy humillante. Mi madre murió y nunca me dijo si ella también había sufrido esos abusos. Hoy, mi familia y yo seguimos sin obtener el estatuto de refugiados. Vivimos escondidos en una casa del campo de refugiados y otras familias comparten con nosotros sus raciones.

¿Qué espera del futuro?
Justicia contra la dictadura militar en Birmania. Confío en que la comunidad internacional nos ayude.

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