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Los birmanos

miércoles, 16 de junio de 2010

Con los ojos ocultos tras gafas redondas esta mujer, armada con su humeante puro, me estuvo persiguiendo por un mercado de verduras extendiendo la palma de su mano para recibir alguna moneda. Al final le di una manzana.
El maquillaje protector lo llevan adultos y niños. En brazos de su madre orgullosa esta niña mira al fotógrafo con curiosidad mientras, por arte de magia, un rostro masculino misterioso se cruza en la instantánea. ¿De dónde sale ese fantasma? Un misterio.
La vendedora ríe con ganas. El primer cliente es el fotógrafo. Sacude los billetes contra su mercancía, porque ello le dará suerte. No puede ocultar su cara de felicidad.
La araña parece salida de una película Z de Ed Wood pero es el guardián de un templo en que hay más de mil Budas. Nunca vi arañas con caninos tan afilados.
Algunos Budas, como éste, lucen enormes orejas de paquidermo. Recubiertos de pan de oro la posición de sus manos es su forma de lenguaje.
En el lago Inle los pescadores aprenden a remar de esta forma tan extraña, con la pierna enroscada en el remo, y de piel sobre la barca, desde muy tierna edad. Alguien regaló a este niño su camiseta.
La relación de los birmanos con los objetivos de las cámaras bordea el idilio. Les gusta ser retratados y mirarse luego en el visor.
Con sus cuencos lacados estos dos pequeños monjes esperan limosnas en un templo birmano. Los turistas suelen darles jabones de hoteles. Alguien les regaló champú y ellos se carcajearon.
En equilibrio sobre su cabeza esta birmana transporta todo lo que vende. Ella es su puesto callejero, su estantería, su caja.
Cosas de la fotografía, de la luz, de la magia. Budas dorados aparecen verdes y no se sabe por qué.
La vendedora de calabazas dice algo. Su tez algo más oscura evidencia su origen nepalí. Los mercados de Birmania están siempre repletos de víveres.
El delgado muchacho, a la carrera, transporta sacos de verduras. Lo que en otros países hacen camionetas, en Birmania los motores de los vehículos son las piernas de sus habitantes.
La señora fuma un enorme cigarro liado con hoja de maíz. Hermosas arrugas surcan el rostro. El cigarro es claramente desproporcionado para su edad. ¿Se lo fuma realmente o es una pose de quién se sabe objeto de deseo de los fotógrafos occidentales?
El maquillaje protector está extendido por las mejillas y hasta por las orejas, pero no por la frente en la que se superponen decenas de pequeñas arrugas. Muerde algo, pero no sabemos qué. Transporta algo en la cabeza, pero debemos imaginarlo. Lleva un anillo muy ancho para su dedo.
La niña maquillada, con profusión, porque su madre quiere que tenga una piel blanca que, de todas formas, nadie verá con ese maquillaje perpetuo que llevan en su tez las birmanas, ofrece un aspecto inquietante. Esa mirada oscura me deja perplejo. Parece una fierecilla a la que alguien, su madre, sujeta para que no salte y muerda.

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