Esta semana han abandonado el ejército birmano más de veinte miembros de la Junta militar que gobierna Myanmar, entre ellos el primer ministro Thein Sein. Todos estos mandatarios, que seguirán ocupando sus cargos en el Gobierno, han renunciado a sus uniformes para presentarse como candidatos a las elecciones que el Consejo de Estado para la Paz y el Desarrollo (SPDC) tiene previsto convocar este año en el país asiático como último paso para instaurar lo que él mismo ha bautizado una “democracia disciplinada”.
Las elecciones, cuya fecha aún no se ha anunciado, se celebrarán siguiendo las reglas de una constitución diseñada por los militares que gobiernan Birmania desde 1988 para afianzar su poder y tratar de darle cierta pátina de legitimidad democrática a una de las dictaduras más brutales del mundo. Una dictadura que mantiene encarcelados en terribles condiciones a casi 2.200 prisioneros políticos, que somete con frecuencia a trabajos forzados a su propio pueblo, que emplea a niños soldados en sus guerras contra los insurgentes de sus minorías étnicas y que se ha enriquecido obscenamente sumiendo en la miseria más absoluta un país enormemente rico en recursos naturales.
La nueva constitución declara que los tres poderes del estado estarán separados “en la medida de lo posible”, reserva al comandante en jefe de las fuerzas armadas el derecho a nombrar a una cuarta parte de los diputados en el Parlamento y la potestad de declarar el “estado de emergencia” con plenos poderes cuando lo desee y prohíbe presentarse a las elecciones a cualquier persona que esté o haya estado casada con un extranjero (lo que excluye a la líder de la oposición, Aung San Suu Kyi, viuda de un ciudadano británico, Michael Aris). Además, prohíbe concurrir a las elecciones a partidos políticos que cuenten con presos entre sus miembros, y Aung San Suu Kyi ha estado detenida bajo arresto domiciliario 14 de los últimos veinte años. En la actualidad cumple condena por violar las condiciones de su arresto cuando un perturbado estadounidense veterano de la guerra de Vietnam entró en su casa para protegerla de un supuesto atentado que había predicho en un sueño.
La carta magna actual sustituye a la promulgada en 1974 por el general Ne Win, el hombre que llevó a los militares al poder en 1962, una constitución que fue anulada en 1988 por la actual Junta militar que se hizo con el poder aquel mismo año. La Junta creó una convención nacional para redactar un borrador constitucional en 1993 y ésta no presentó sus propuestas hasta catorce años después. El SPDC sometió la nueva constitución a referéndum en mayo de 2008, en un país devastado por el ciclón Nargis, que había arrasado una gran parte del país tan sólo una semana antes dejando tras de sí más de 130.000 muertos. Según el gobierno birmano, acudieron a votar el 99 por ciento de los birmanos, de los cuales un 92,4 por ciento votaron “sí” a la nueva constitución.
La Liga Nacional para la Democracia (LND) de Aung San Suu Kyi ya ha anunciado que no se va a presentar a las elecciones, pues considera que la ley electoral es injusta y su participación no serviría más que para legitimar a los militares. El principal partido de la oposición obtuvo una aplastante victoria en las últimas elecciones democráticas celebradas en el país, en 1990, con un resultado que la Junta nunca ha reconocido y que ha anulado el pasado mes de marzo. El SPDC ha diseñado muchas de las nuevas leyes electorales para evitar que vuelva a suceder algo así.
La NLD se enfrentaba a una disyuntiva extremadamente difícil y su decisión no está exenta de polémica. Se han alzado algunas voces que sostienen que la posición del partido es perniciosa desde el punto de vista político y que debería adoptar una actitud más realista y posibilista. Según otros, el LND está asumiendo un riesgo enorme al boicotear las elecciones, ya que se juega el todo por el todo con el boicot, y si éste no tiene éxito, eso podría significar el fin del partido.
Una oposición debilitada
No es la primera vez que Aung San Suu Kyi y su partido son objeto de críticas, pese a la adeiración casi universal que suscitan entre activistas y ciudadanos de todo el mundo. Después de más de dos decenios de lucha por la democracia en Birmania, los logros del partido son más bien escasos. Es evidente que el culpable es un régimen especialmente brutal, aunque muchos han achacado a la oposición una falta de realismo y visión política muy perjudiciales y han puesto en duda la eficacia de su estrategia de lucha no violenta ante un enemigo tan despiadado.
El activista y analista birmano Aung Nain Oo, señalaba recientemente que el problema de la oposición birmana es la falta de una estrategia política definida y, sobre todo, de unidad entre sus miembros, algo en lo que coinciden muchos otros políticos y activistas. Justin Wintle, el autor de Perfect Hostage, la biografía más completa de Aung San Suu Kyi, afirma que aunque el coraje moral de Suu Kyi es digno de admiración y está fuera de toda duda, sus dotes como política son bastante limitadas y su inflexibilidad y dogmatismo en lo que respecta a cuestiones como las sanciones de la comunidad internacional han resultado hasta cierto punto perjudiciales.
Según la experta en política birmana Mary Callahan, la oposición al régimen birmano es débil, está profundamente dividida y carece de fuerza. Callahan distingue cuatro grandes sectores opositores:
- La Liga Nacional para la Democracia, dentro del país. Según Callahan si funcionamiento interno es poco democrático y apenas tiene influencia entre la población birmana ni capacidad para movilizarla.
- La sangha, o comunidad budista, que cuenta con una enorme fuerza moral entre la población pero que no tiene ningún programa político. De hecho fueron los monjes budistas quienes transformaron unas pequeñas protestas por la subida del precio del combustible en la célebre “revolución de Azafrán” de 2007, en la que salieron a las calles cientos de miles de birmanos.
- Las numerosas organizaciones insurgentes de las minorías étnicas. Muchas de ellas firmaron acuerdos de alto el fuego con el gobierno central. El gobierno ha propuesto a estos grupos integrarse en el ejército nacional como patrullas fronterizas, a lo que ellos se han negado en repetidas ocasiones, lo que podría poner en peligro los acuerdos de alto el fuego. Otras, como las de los shan o los kachin o la Unión Nacional Karen, controlan regiones enteras en semi-estados autónomos a lo largo de la frontera con Tailandia, estados enormemente precarios en perpetua guerra contra el tatamadaw (el ejército birmano). Algunos de ellos ya se están preparando para una nueva guerra civil.
- Las organizaciones de oposición en el exilio. Quizá la cabeza más visible sea el Gobierno de la Coalición Nacional de la Unión de Birmania, parcialmente financiado por el National Endowment for Democracy de Estados Unidos (un organismo que muy a menudo se dedica más a defender el libre mercado que la democracia). Gracias a donaciones de ese tipo, muchos birmanos exiliados han podido cursar estudios universitarios y se han puesto en marcha medios de comunicación especializados en Birmania tan solventes como Irrawaddy, Mizzima News o Democratic Voice of Burma. Esos medios y organizaciones como Burma Campaign UK han logrado dar a conocer al gran público las terribles violaciones de los derechos humanos que comete el gobierno birmano. Sin embargo, su estrategia para combatir al régimen birmano parece limitarse a la petición de sanciones a la comunidad internaciones, una política que, como veremos la semana que viene, cuya efectividad es cuanto menos dudosa.
Con una oposición diezmada y desorientada, todo parece indicar que los miembros de la Junta militar birmana, aislada en Naypyidaw (“morada de reyes”), la nueva capital que el todopoderoso general Than Shwe hizo construir hace cuatro años en medio de la selva por razones que nadie sabe a ciencia cierta, no tienen ningún motivo para temer al futuro.
Existen pocos regímenes en el mundo que susciten una oposición y repulsa tan unánimes como la dictadura militar birmana. Los crímenes y graves violaciones de los derechos humanos cometidos por la Junta militar están bien documentados por abundantes informes de organizaciones humanitarias; Aung San Suu Kyi, la líder de la oposición, se ha convertido en un símbolo de la lucha por la libertad y la justicia, sobre todo desde que recibió el Premio Nobel de la Paz en 1991; son frecuentes las declaraciones de condena y el régimen está sometido a numerosos embargos y sanciones.
Sin embargo, a los generales birmanos no parece afectarles su impopularidad y las medidas de presión adoptadas contra ellos no han surtido ningún efecto. La Junta que gobierna actualmente el país lleva más de dos decenios en el poder y su posición se mantiene tan firme como siempre gracias a que los generales han sabido jugar sus cartas con gran astucia, a que cuentan con poderosos aliados y a que las sanciones impuestas por sus detractores han resultado ser ineficaces, en el mejor de los casos, o contraproducentes en el peor de ellos.
Los generales birmanos se han permitido incluso ridiculizar al mismísimo secretario general de la ONU. Durante su última visita al país asiático, Ban Ki-moon volvió a poner de manifiesto su falta de autoridad cuando el general Than Shwe se negó a concederle permiso para reunirse con Aung San Suu Kyi, lo que provocó un aluvión de críticas sobre el que probablemente sea el secretario general de la ONU más incompetente de la historia.
El debate sobre la eficacia de las sanciones sigue abierto. Los partidarios de las sanciones, que suelen ser los activistas por la democracia y los representantes de algunas ONG, aducen que las inversiones extranjeras reportan grandes sumas de dinero a un régimen criminal que controla casi totalmente la economía del país. Además, señalan que la mayoría de la oposición democrática birmana y el partido de Aung San Suu Kyi, al que consideran el legítimo representante del pueblo birmano, también apoyan las sanciones. Según ellos, las sanciones han resultado ineficaces hasta el momento por dos razones fundamentales: en primer lugar, porque no se han planificado adecuadamente y en segundo lugar, porque sólo las han impuesto algunos países y, por tanto, no se ha conseguido aislar completamente al régimen.
Los aliados del régimen
El régimen cuenta con el apoyo, implícito o explícito, de grandes potencias como China e India (que compiten por la explotación de sus recursos) y de los países miembros de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN), de la que Myanmar es miembro.
China es uno de los principales socios comerciales de Birmania y su mayor proveedor de armamento. Además, es su máximo valedor en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, en el que ha ejercido, junto con Rusia, su derecho a veto para evitar que este organismo adopte resoluciones en su contra, alegando que los asuntos internos birmanos no suponen una amenaza para la estabilidad mundial.
El año pasado China cerró un trato con el gobierno birmano para construir un gaseoducto de unos dos mil kilómetros de longitud que comunique los yacimientos de gas que se encuentran frente a la costa birmana con la provincia china de Yunnan y tiene previsto importar más de 11 millones de metros cúbicos de gas diarios a través de dicho gaseoducto, de lo que se ocupará un grupo de empresas encabezado por la surcoreana Daewoo. Se calcula que el proyecto reportará unos beneficios de unos 29 mil millones de dólares al gobierno de Myanmar en los próximos tres decenios y, para su construcción, la Junta ya ha empezado a desalojar a cientos de familias campesinas sin ningún tipo de indemnización.
Muchas de las organizaciones opositoras a la Junta birmana se encuentran en Tailandia (sobre todo en Chiang Mai y en la localidad fronteriza de Mae Sot) y algunos miembros del gobierno tailandés han criticado en alguna ocasión las violaciones de los derechos humanos perpetradas por el régimen del país vecino. Sin embargo, Tailandia es un aliado fundamental del régimen birmano. Ambos países son grandes socios comerciales, hasta el punto de que Tailandia es el mayor importador de gas birmano, que genera alrededor del 20 por ciento de la energía eléctrica que consume.
La Junta birmana ha recibido el apoyo explícito de las más altas esferas tailandesas. En 1993, cuando Aung San Suu Kyi llevaba cuatro años bajo arresto domiciliario, ocho premios Nobel (entre ellos Desmond Tutu, Oscar Arias y el Dalai Lama) viajaron a Tailandia, invitados por activistas, para expresarle su solidaridad. Tras visitar los campos de refugiados birmanos, los recibió el rey Bhumibol Adulyadej, quien, para sorpresa de todos, pronunció un discurso en el que dijo que Aung San Suu Kyi no era más que una alborotadora que debía abandonar la lucha política, volver a Inglaterra a criar a sus hijos y dejar que los militares gobernaran el país, ya que eran los más capacitados para hacerlo.
Otro de los grandes socios de Birmania es el gobierno de Singapur, cuyo holding Temasek ha realizado fuertes inversiones en diversos sectores de la economía birmana. Además, Singapur es uno de los principales proveedores de tecnología militar a Birmania y los miembros de la Junta suelen tratarse en sus modernos hospitales.
Los enemigos del régimen en la comunidad internacional
En enero de 2005, la secretaria de estado estadounidense Condoleezza Rice incluyó a Birmania en la lista de “bastiones de la tiranía”, junto a Bielorrusia, Cuba, Irán, Corea del Norte y Zimbabue. George W. Bush siempre trató de presentar a su gobierno como el principal adalid de los derechos humanos y la democracia en el país del Sudeste Asiático desde que en 2003 promulgara la “Burmese Freedom and Democracy Act”, en la cual Estados Unidos reconocía a la oposición de la Liga Nacional para la Democracia (LND) como la “representante legítima del pueblo birmano”.
Durante ese tiempo Laura Bush hizo de Birmania su cruzada personal y la administración Bush aprobó una ley tras otra para endurecer los embargos y sanciones contra la Junta y aislarla diplomáticamente. Dejando aparte la ironía que representa el que se erija en defensor de los derechos humanos uno de los gobiernos que menos los ha respetado en los últimos años, Estados Unidos no ha conseguido debilitar lo más mínimo al gobierno de Myanmar.
Las sanciones de Estados Unidos a la Junta comenzaron en 1988 e incluyen una amplia gama de medidas, que van desde la prohibición de importar productos birmanos hasta un embargo armamentístico. Sin embargo, la mayoría de sanciones no han hecho mella en el gobierno, pero sí en la población. Por ejemplo, hace unos años las sanciones se centraron en el sector textil y, como consecuencia, se cerraron varias fábricas. La Junta dejó de percibir unos ingresos insignificantes, pero muchas trabajadoras se quedaron en la calle y tuvieron que recurrir a la prostitución para sobrevivir. El régimen aprovechó la situación para culpar a la oposición y a Estados Unidos y marcarse un tanto propagandístico.
El verdadero problema de las sanciones, como reconocía un informe elaborado para el Congreso hace tres años, es que no han afectado a la principal inversión estadounidense en Birmania, que es la que realmente beneficia a la Junta: la participación del 28% que posee la petrolera Chevron en el consorcio que explota el yacimiento de gas de Yadana y el gaseoducto que transporta el gas hasta Tailandia.
La posición de la Unión Europea con respecto a Birmania es muy parecida a la de Estados Unidos. Las numerosas sanciones no afectan a las actividades de la compañía francesa TOTAL en el yacimiento de Yadana, cuya participación es similar a la de Chevron. Según un informe difundido por la propia TOTAL el año pasado, sus actividades reportaron al gobierno birmano 254 millones de dólares en 2008.
Este proyecto ha sido objeto de duras críticas desde el principio. Para contrarrestarlas, TOTAL encargó en 2002 a Bernard Kouchner, el actual ministro de Asuntos Exteriores francés, que redactara un informe sobre las actividades de la compañía en Birmania. Kouchner recomendó a la petrolera que se quedara en el país asiático y cobró 25.000 euros por el informe.
Numerosas organizaciones no gubernamentales han pedido recientemente a esas empresas que hagan públicas todas las transacciones con las autoridades birmanas desde que se puso en marcha el proyecto en 1992. Según un informe de EarthRights International, el yacimiento de Yadana ha generado unos beneficios de 4.830 millones de dólares al régimen birmano y los militares han desviado del presupuesto nacional al menos 4.800.
Un embargo armamentístico total sería una de las medidas más deseables, ya que es lo único que podría afectar sólo a los militares. Pero para que fuera realmente eficaz tendrían que sumarse todos los países, y ya ha quedado demostrado que siempre hay naciones dispuestas a venderle armas a la Junta. Además de China, en los dos últimos decenios han vendido armas a Birmania países como Rusia, Pakistán, Alemania, Corea del Norte, Ucrania o Israel.
El fracaso de las sanciones
Ante el fracaso de las sanciones, cada vez son más las voces que piden una nueva estrategia de la comunidad internacional para conseguir un cambio de régimen en Birmania. Incluso la propia Aung San Suu Kyi le envió una carta el año pasado al general Than Shwe en la que se ofrecía a colaborar para estudiar la mejor manera de lograr el levantamiento de las sanciones. La carta no obtuvo ninguna respuesta.
El mayor cambio, hasta el momento, se ha producido con la llegada de Obama a la Casa Blanca. El año pasado Hillary Clinton anunció que su gobierno estaba dispuesto a hablar directamente con los generales, aunque de momento no iba a levantar las sanciones. La administración Obama ha decidido emplear una estrategia más pragmática, que incluye una mayor participación de los países de la ASEAN.
Uno de los principales detractores de las sanciones, Thant Myint-U, nieto de U Thant, tercer secretario general de la ONU en los años sesenta, historiador y él mismo ex alto funcionario de las Naciones Unidas, afirma que el aislamiento no hace más que beneficiar al régimen y lo único que se está consiguiendo es empujar a Birmania hacia la órbita de China.
Myint-U sostiene que la transición a la democracia ha de producirse tanto desde arriba como desde abajo, ya que es inevitable que el ejército desempeñe un papel en el futuro político del país, ya que es la única institución fuerte tras casi cincuenta años de dictadura militar, y que las tensiones entre los diferentes grupos étnicos del país (más antiguas que la propia dictadura) exigen un Estado lo bastante fuerte como para evitar que el país se suma en el caos y estalle una guerra civil. A medida que los generales que ejercen el poder envejecen y se aproxima el inevitable cambio generacional en la cúpula militar, se hace más necesario que los futuros gobernantes tengan una formación y una visión lo más abierta posible, algo imposible de lograr mientras las sanciones impidan los contactos con el exterior.
Impresionante reflexión de Carlos Sardiña, vistos en Periodismo humano (I y II) vía Meneame (I y II).
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