Pasear por las calles de Rangún, la antigua capital de Birmania, es como hacerlo por una película mal hecha de los años 60. Los edificios aún tienen un sabor colonial decadente, los coches parecen joyas de coleccionista y los cafés se airean con viejos ventiladores. De vez en cuando, especialmente en las provincias, se encuentran pequeñas joyas, como grandes mecheros, que tienen el tamaño de una mesa y una dinamo para funcionar, o antiguos fonógrafos que aún funcionan. Pero como si nadie se hubiera preocupado por cuidar los detalles, en el paisaje aparecen de vez en cuando móviles, ordenadores portátiles o algún cacharro sofisticado que se han olvidado quitar del decorado.
Birmania ha estado controlada por un régimen militar desde el golpe de estado del general Ne Win en 1962. Se puso en marcha entonces la “Vía birmana al socialismo”, una ideología de corte comunista e inspiración budista que convirtió a la nación más rica del Sudeste asiático en una de las más pobres. Mientras las demás naciones de la región superaron, con mayor o menor éxito, las convulsas décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, Birmania ha permanecido cristalizada, a pesar de sus ricos recursos naturales. Su suelo es especialmente fértil (en los años 20 era el primer exportador mundial de arroz), tiene amplias reservas de gas, yacimientos de gemas y un fecundo mercado ilegal de drogas y madera.
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Pero la estampa no perdurará mucho tiempo más. Myanmar, como se llama oficialmente el país dese 1989, ha iniciado un proceso de apertura que sumergirá al país en el sistema capitalista internacional tras años de aislamiento. Los periódicos internacionales han destacado sobre todo las reformas políticas que ha emprendido el gobierno, como la legalización de los sindicatos, los cambios en la ley de partidos para que la Liga Nacional para la Democracia de Suu Kyi se pueda registrar, o la liberación de prisioneros políticos.
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La reciente (y precipitada) visita de la secretaria de Estado estadounidense, Hillary Clinton, a principios de ciembre, ha confirmado que Estados Unidos también está deseoso por sacar tajada en el país asiático. Sin embargo, no será fácil que se levanten las sanciones, ya que están reguladas por una serie de leyes, aprobadas por el Congreso, y decretos presidenciales. Aunque esas leyes otorgan un papel importante al presidente para regular qué se prohíbe, es el Congreso quien tiene la última palabra para levantarlas de forma definitiva.
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Lo cierto es que los expertos no se ponen de acuerdo sobre las razones que hay detrás de un cambio tan radical en la política birmana, más allá de la necesidad de apertura económica. Unos hablan de una perestroika birmana, otros, de un acuerdo con China para facilitar las transacciones internacionales y que Birmania se pueda convertir en ese puerto occidental que tanto ansia Pekín. También hay dudas sobre la perdurabilidad de los cambios o sobre el fin del conflicto con las minorías étnicas, aunque se han iniciado negociados y se han llegado a los primeros acuerdos.
Pero lo que está aún menos claro son las consecuencias que todo esto tendrá para el pueblo birmano. ¿En qué se va a convertir Birmania cuando el dinero de la ayuda internacional y de las inversiones entre en masa? ¿Se verán ahogados por la continua subida de precios? ¿Aumentarán las diferencias sociales como en otros países de la zona? Muchas preguntas sin respuesta para una apertura con demasiados misterios.
Texto y fotos de Laura Villadiego publicados en Miradas de internacional.
2 comentarios:
Habrá que hablar también de la guerra civil que todavía tiene lugar en varias zonas del país y de los presos políticos que siguen en la cárcel...
Va a haber que hablar de muchas cosas. Durante mucho tiempo, me temo. No me fío de los militares; como para fiarse. Pero sí parece (repito: PARECE) que algo está pasando.
Esto solo nos lo solucionará el tiempo.
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