Si queremos ayudar a Aung San Suu Kyi y contribuir a la causa de la libertad en Myanmar, debemos confiar en que India redescubra su mejor faceta. La democracia más poblada del planeta necesita revisar con urgencia su relación con una de las peores tiranías del mundo, agazapada como un sapo en el umbral de su propia puerta. Si no lo hace, parece muy poco probable que las fuerzas de oposición birmanas, débiles y divididas, y las potencias occidentales sean capaces de crear los apoyos suficientes para impulsar la revolución no violenta y negociada de la que ha vuelto a hablar la heroína liberada. Mientras los generales birmanos puedan contar con la realpolitik estratégica y comercial de China y las evasivas de Tailandia y otros países de Asociación de Naciones del Sureste Asiático, (ASEAN) por intereses comerciales y energéticos, la única potencia exterior que podrá alterar el equilibrio de fuerzas dentro y alrededor de Myanmar será India.
Quizá me equivoque. Ojalá me equivoque. Pero un análisis en frío indica que la responsabilidad última de Myanmar corresponde a Nueva Delhi. Es evidente que está fuera de lugar -e incluso puede ser contraproducente- cualquier lección torpe por parte de las antiguas potencias coloniales y EE.UU. No se trata de que India se adapte de pronto a la estrategia política de Occidente. Al contrario, en Occidente deberíamos acudir al gigante democrático regional para que nos diga cuál es la mejor forma de fomentar el cambio en la miserable dictadura vecina. Así se debería trabajar en un mundo cada vez más posoccidental. ¿Y quién mejor para indicar el camino de apoyo a uno de los movimientos de liberación más espectacularmente no violentos de nuestra era que el país de Gandhi y Nehru? Por suerte, existen ya varias voces indias importantes que hacen las preguntas necesarias sobre la estrategia política de su Gobierno, con más autoridad que cualquier comentarista occidental. En un reciente artículo, Shashi Tharoor, ex ministro de Estado de Asuntos Exteriores de India y ex vicesecretario general de la ONU, recordaba la trayectoria recorrida por su país, desde un idealismo tal vez excesivo hasta un supuesto realismo sin principios. Nehru era amigo del padre de Suu Kyi, el general Aung San, líder de la lucha birmana por la independencia. La propia Suu Kyi vivió y estudió en Nueva Delhi, y en su libro Freedom from Fear se incluye un largo ensayo que compara la vida intelectual en India y Birmania durante el periodo colonial. A finales de los años ochenta y principios de los noventa, India ofreció un generoso apoyo a su Liga Nacional para la Democracia.
Pero entonces los rivales regionales de India, China y Pakistán, empezaron a querer congraciarse con el régimen birmano para beneficiarse de sus enormes reservas de gas, petróleo y otras riquezas naturales. Y cuando el presidente paquistaní Pervez Musharraf fue a Myanmar, el ministro indio de Exteriores se apresuró a seguir sus pasos. "India dio un giro de 180 grados", escribe Tharoor. Colocó sus intereses económicos y geoestratégicos por delante de sus simpatías y sus valores. Especialmente escandalosa fue la reacción india -o, mejor dicho, la falta de reacción- ante las protestas absolutamente gandhianas que encabezaron los monjes budistas en Myanmar en 2007. El ministro indio del Petróleo visitó el país para firmar contratos sobre crudo y gas con el régimen en el momento más caliente. Cuando el régimen llevó a cabo su brutal represión de la llamada (demasiado pronto) revolución azafrán, el Gobierno indio se limitó a hacer unas declaraciones patéticas en las que expresaba su confianza en que "todas las partes resolvieran sus problemas de forma pacífica".
Aún más elocuentes son las críticas que hace el gran economista del desarrollo y pensador político Amartya Sen. En un artículo escrito antes de que Suu Kyi saliera en libertad, Sen recuerda su infancia, que pasó en Mandalay, Birmania (donde su padre era profesor visitante), y exclama: "Tengo que decir que, como leal ciudadano indio, me parte el alma ver al primer ministro de mi democrático país -uno de los dirigentes políticos más humanos y compasivos del mundo- dedicado a dar la bienvenida a los carniceros de Myanmar". El problema nace, sugiere, "de un cambio en el clima político de India que ha hecho que se defiendan con gran fidelidad los intereses nacionales -o unos supuestos intereses nacionales- concebidos con estrechez de miras y que la tendencia de India a dar lecciones de moral política al mundo se considere un triste recuerdo de la ingenuidad de Nehru".
Como las demás democracias, India tiene que mantener un equilibrio entre defender sus intereses y defender sus valores; o, para ser más precisos, entre sus valores y sus intereses a largo plazo, por un lado (porque a India le interesa que exista un Myanmar próspero y abierto) y sus intereses inmediatos y estrechos, por otro. Por supuesto, India no es la primera democracia de la historia que se ha equivocado al respecto (no hay más que acordarse de EE.UU., en Latinoamérica, por ejemplo, para no hablar de Reino Unido en India). Pero se ha equivocado. Tengo entendido que, en una reunión con diplomáticos celebrada en la capital birmana el domingo pasado, Suu Kyi manifestó al embajador indio, en tono suave pero firme, su esperanza de que los intereses comerciales no distorsionaran la amistad histórica entre los dos países.
Esto no quiere decir que India deba unirse de pronto a la política de sanciones selectivas adoptada hace tiempo por Occidente, ni tampoco pretendo recetar ninguna respuesta política concreta. Los amigos de la libertad en Myanmar, tanto próximos como lejanos, necesitan tomarse unas semanas, como la propia Suu Kyi, para averiguar qué está ocurriendo verdaderamente allí. Una vez pasado el entusiasmo inicial por su liberación -que, para mí, supera sin ninguna duda al que me provoca un compromiso en la familia real-, se ve con claridad que el contexto político en el que sale a la calle está a años luz, no solo del de Nelson Mandela en Sudáfrica y el de Václav Havel en Checoslovaquia, sino incluso del de Andréi Sájarov en la Unión Soviética.
Esta liberación no prepara el terreno para unas elecciones democratizadoras, ni mucho menos, sino que sigue a unas elecciones que el régimen militar robó y manipuló con torpeza, con lo cual desbarató los planes de los opositores de la "tercera fuerza" que habían abandonado la Liga Nacional para la Democracia con el fin de intentar cambiar el sistema desde dentro. El centro reformista, pragmático y francamente chaquetero, tan esencial para llevar a cabo una transición negociada, ha quedado aplastado precisamente cuando más necesario era. Además, aunque se ha puesto en libertad a una presa política de fama internacional, quedan aún en la cárcel más de otros 2.000. Suu Kyi es la primera en insistir en que no será posible ningún proceso serio de negociación y reconciliación mientras sigan encerrados.
Y aunque salgan a la calle, el proceso no habrá hecho más que empezar. El dominio militar de todas las áreas de la vida nacional, la interpenetración de los intereses militares y empresariales, la flagrante miseria de la población, el mosaico de minorías étnicas, señores de la droga, corrupción... Myanmar es un reto que haría palidecer a un mesías.
Por consiguiente, necesitamos esperar y ver qué pasa; y necesitamos un diálogo, no solo entre las fuerzas democráticas dentro de Myanmar, sino entre ellas y sus vecinos democráticos, sobre todo India.
Que India sea capaz de elaborar una nueva política en relación con Myanmar, que esté a la altura de sus valores y tradiciones y al mismo tiempo de sus intereses legítimos, es fundamental para el futuro del hermoso y martirizado país de Suu Kyi. Y es también muy importante para saber cómo va a ser el mundo posoccidental. Hablamos sin parar de China, pero la estrategia que ejerza India respecto a su desgraciado vecino nos permitirá atisbar el auténtico rostro de la otra gran potencia emergente de Asia.
Artículo de Timothy Garton Ash, catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, traducido por María Luisa Rodríguez Tapia y visto en El país.
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