Aung San Suu Kyi está en plena campaña electoral en Myanmar después de que la Junta Militar le levantara el arresto domiciliario y le permitiera volver a la política. Mientras, el país trata de encontrar la normalidad entre la cautela y el conflicto armado.
Miles de personas se agolpan a la vera de una carretera regional a las afueras de Rangún para ver pasar la cabalgata de Aung San Suu Kyi. La luz impide distinguir nada con claridad y el calor hace que la camisa y la piel se fundan en un abrazo de sudor. Los hombres gritan y se empujan entre sí, y las mujeres se filtran en silencio hasta ganar las mejores posiciones.
Las jóvenes con niños se mantienen a uno o dos metros de la masa, con el bebé en una mano y un parasol en la otra. Veinte o treinta coches avanzan a paso rápido hasta detenerse a lo lejos. De uno –según me dicen luego, ya que yo no veo nada– emerge la candidata. Me imagino que su aspecto es frágil y erguido, como una flor, y que su manera de saludar es eminentemente electoral.
Un hombre de mediana edad me asegura que esto es algo “importante, muy importante”, y añade que ha cerrado su tienda de ropa con el solo propósito de ver de cerca a la candidata. Muchos parecen unirse a la mayoría movidos por la curiosidad morbosa que produciría cualquier otro espectáculo circense. Y hay algo de confusa incredulidad en la mirada de quienes observan desde la distancia.
Después de todo, nunca antes habían experimentado tal algarabía.
Las elecciones birmanas del próximo 1 de abril son sólo parlamentarias. Aung San Suu Kyi, premio Nobel de la Paz en 1991, se presenta a la cabeza de la Liga Nacional para la Democracia en una zona rural al sur del país. La presidencia es una perspectiva todavía lejana.
Así y todo, Myanmar (la antigua Birmania) vive un momento histórico. Después de cincuenta años de gobiernos militares, veinte de ellos de férrea dictadura, por fin se está viviendo algo similar a una transición democrática.
Signos de apertura
Desde noviembre de 2010, las reformas se han precipitado. El primer gran gesto fue la liberación de la propia Aung San Suu Kyi, tras casi veinte años de arresto domiciliario. En marzo de 2011 llegó a la presidencia Thein Sein, un ex-militar que gobierna a la sombra de una junta, pero también un hombre conciliador que incluso cuenta con el apoyo público de Suu Kyi.
A continuación vinieron las conversaciones con las guerrillas étnicas separatistas en el Este y Norte del país, y por fin la sonada excarcelación de presos políticos.
A ello se suma la apertura del país a embajadores e inversores, y a turistas y reporteros. Hace tres meses Rangún (o Yangon) era una ciudad que al viajero se le antojaba la esencia misma de una larga dictadura, algo así como La Habana en el Oriente pero sin el turismo de masas.
Estaba salpicada de hoteles quietos y desconchados, y uno los abandonaba para adentrarse en calles sin apenas tráfico, donde los puestos de comida aceptaban dólares por necesidad, siempre y cuando los billetes no estuvieran arrugados.
Hoy los hoteles tienen que rechazar a los visitantes de mochila y chanclas, porque están llenos de gente vestida de traje y corbata. También se ven bares y restaurantes ocupados por ruidosos grupúsculos chinos; y cada vez hay más británicos, más ruidosos aún, atraídos por el magnetismo de su herencia colonial.
En el plano político el ritmo de las reformas ha sido igualmente veloz en las últimas semanas: hace un mes Aung San Suu Kyi mostraba cautela ante la posible falta de transparencia en las elecciones del 1 de abril; y hace unos días, el Gobierno anunció que estaría dispuesto a aceptar observadores internacionales. El tono es condicional, aunque el mensaje es positivo.
Y, por fin, ante las dudas que despertaron las amnistías anteriores, el Ejecutivo decidió liberar a más de 600 presos de conciencia el pasado 13 de enero.
Quizá una estrella con demasiado brillo
Pero la atmósfera sigue siendo de expectación y Myanmar parece un lugar en vilo. Aung San Suu Kyi es una figura inmensamente global (Nelson Mandela y el Dalai Lama son comparaciones fáciles) y es también muy popular en su país. No cuenta, sin embargo, con un apoyo incondicional.
Una parte de su carisma la heredó de su padre, el General Aung San, héroe fundacional de la Birmania independiente. Y, como la estrella de cine local que triunfa en Hollywood, genera envidias y resquemor entre el pueblo, que la observa tras una gruesa cortina mediática. Tampoco hay que olvidar que en las elecciones del 1 de abril su partido compite con una veintena de opciones más.
Muchos en las calles de Rangún miran de soslayo a Aung San Suu Kyi. Una vendedora de sandías, en perfecto inglés, afirma que sospecha de su “clase alta”. Un vendedor de lotería dice que ella es “como usted”, es decir, una extranjera: educada en las artes de la diplomacia internacional, pero ajena al sufrimiento cotidiano.
Avispero étnico
En general, independientemente de la candidata estrella, el ambiente es optimista ante las elecciones. Y al mismo tiempo todos coinciden en señalar que para ellos nada ha cambiado todavía.
El clima de continuidad es visible cuando uno se aleja de los arcenes por donde pasa la candidata, del televisor en el que saluda a sus seguidores bajo un sol de justicia, y de los corrillos que se forman en las terrazas de los restaurantes. Las zonas fronterizas, a pesar de las conversaciones de paz de los últimos meses, siguen en pie de guerra.
Las ONGs continúan atrincheradas en la frontera tailandesa (adonde llegan miles de refugiados como si todo siguiera igual) ya que no es posible trabajar en el ojo del huracán. Por la noche se oyen disparos en la distancia.
Los grupos étnicos Kachin y Karen dominan casi un tercio del país, y hay por lo menos tres decenas de minorías que en algún momento de los últimos años se han enfrentado al Gobierno central por la vía armada. Este siempre ha respondido con determinación y violencia, instigando terror en la población rural.
Si Aung San Suu Kyi llega a la presidencia, buscará la paz. Pero también querrá la unidad territorial. Y la historia dice que un avispero étnico estará siempre abocado a la desintegración.
Miles de personas se agolpan a la vera de una carretera regional a las afueras de Rangún para ver pasar la cabalgata de Aung San Suu Kyi. La luz impide distinguir nada con claridad y el calor hace que la camisa y la piel se fundan en un abrazo de sudor. Los hombres gritan y se empujan entre sí, y las mujeres se filtran en silencio hasta ganar las mejores posiciones.
Las jóvenes con niños se mantienen a uno o dos metros de la masa, con el bebé en una mano y un parasol en la otra. Veinte o treinta coches avanzan a paso rápido hasta detenerse a lo lejos. De uno –según me dicen luego, ya que yo no veo nada– emerge la candidata. Me imagino que su aspecto es frágil y erguido, como una flor, y que su manera de saludar es eminentemente electoral.
Un hombre de mediana edad me asegura que esto es algo “importante, muy importante”, y añade que ha cerrado su tienda de ropa con el solo propósito de ver de cerca a la candidata. Muchos parecen unirse a la mayoría movidos por la curiosidad morbosa que produciría cualquier otro espectáculo circense. Y hay algo de confusa incredulidad en la mirada de quienes observan desde la distancia.
Después de todo, nunca antes habían experimentado tal algarabía.
Las elecciones birmanas del próximo 1 de abril son sólo parlamentarias. Aung San Suu Kyi, premio Nobel de la Paz en 1991, se presenta a la cabeza de la Liga Nacional para la Democracia en una zona rural al sur del país. La presidencia es una perspectiva todavía lejana.
Así y todo, Myanmar (la antigua Birmania) vive un momento histórico. Después de cincuenta años de gobiernos militares, veinte de ellos de férrea dictadura, por fin se está viviendo algo similar a una transición democrática.
Signos de apertura
Desde noviembre de 2010, las reformas se han precipitado. El primer gran gesto fue la liberación de la propia Aung San Suu Kyi, tras casi veinte años de arresto domiciliario. En marzo de 2011 llegó a la presidencia Thein Sein, un ex-militar que gobierna a la sombra de una junta, pero también un hombre conciliador que incluso cuenta con el apoyo público de Suu Kyi.
A continuación vinieron las conversaciones con las guerrillas étnicas separatistas en el Este y Norte del país, y por fin la sonada excarcelación de presos políticos.
A ello se suma la apertura del país a embajadores e inversores, y a turistas y reporteros. Hace tres meses Rangún (o Yangon) era una ciudad que al viajero se le antojaba la esencia misma de una larga dictadura, algo así como La Habana en el Oriente pero sin el turismo de masas.
Estaba salpicada de hoteles quietos y desconchados, y uno los abandonaba para adentrarse en calles sin apenas tráfico, donde los puestos de comida aceptaban dólares por necesidad, siempre y cuando los billetes no estuvieran arrugados.
Hoy los hoteles tienen que rechazar a los visitantes de mochila y chanclas, porque están llenos de gente vestida de traje y corbata. También se ven bares y restaurantes ocupados por ruidosos grupúsculos chinos; y cada vez hay más británicos, más ruidosos aún, atraídos por el magnetismo de su herencia colonial.
En el plano político el ritmo de las reformas ha sido igualmente veloz en las últimas semanas: hace un mes Aung San Suu Kyi mostraba cautela ante la posible falta de transparencia en las elecciones del 1 de abril; y hace unos días, el Gobierno anunció que estaría dispuesto a aceptar observadores internacionales. El tono es condicional, aunque el mensaje es positivo.
Y, por fin, ante las dudas que despertaron las amnistías anteriores, el Ejecutivo decidió liberar a más de 600 presos de conciencia el pasado 13 de enero.
Quizá una estrella con demasiado brillo
Pero la atmósfera sigue siendo de expectación y Myanmar parece un lugar en vilo. Aung San Suu Kyi es una figura inmensamente global (Nelson Mandela y el Dalai Lama son comparaciones fáciles) y es también muy popular en su país. No cuenta, sin embargo, con un apoyo incondicional.
Una parte de su carisma la heredó de su padre, el General Aung San, héroe fundacional de la Birmania independiente. Y, como la estrella de cine local que triunfa en Hollywood, genera envidias y resquemor entre el pueblo, que la observa tras una gruesa cortina mediática. Tampoco hay que olvidar que en las elecciones del 1 de abril su partido compite con una veintena de opciones más.
Muchos en las calles de Rangún miran de soslayo a Aung San Suu Kyi. Una vendedora de sandías, en perfecto inglés, afirma que sospecha de su “clase alta”. Un vendedor de lotería dice que ella es “como usted”, es decir, una extranjera: educada en las artes de la diplomacia internacional, pero ajena al sufrimiento cotidiano.
Avispero étnico
En general, independientemente de la candidata estrella, el ambiente es optimista ante las elecciones. Y al mismo tiempo todos coinciden en señalar que para ellos nada ha cambiado todavía.
El clima de continuidad es visible cuando uno se aleja de los arcenes por donde pasa la candidata, del televisor en el que saluda a sus seguidores bajo un sol de justicia, y de los corrillos que se forman en las terrazas de los restaurantes. Las zonas fronterizas, a pesar de las conversaciones de paz de los últimos meses, siguen en pie de guerra.
Las ONGs continúan atrincheradas en la frontera tailandesa (adonde llegan miles de refugiados como si todo siguiera igual) ya que no es posible trabajar en el ojo del huracán. Por la noche se oyen disparos en la distancia.
Los grupos étnicos Kachin y Karen dominan casi un tercio del país, y hay por lo menos tres decenas de minorías que en algún momento de los últimos años se han enfrentado al Gobierno central por la vía armada. Este siempre ha respondido con determinación y violencia, instigando terror en la población rural.
Si Aung San Suu Kyi llega a la presidencia, buscará la paz. Pero también querrá la unidad territorial. Y la historia dice que un avispero étnico estará siempre abocado a la desintegración.
Visto en La información vía Meneame.
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