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Burmese days (1)

martes, 29 de enero de 2013

Ya salí de Birmania. Es hora de hablar de ese país. Lo haré desde lejos, con la perspectiva de la distancia; a toro vencido, con el sosiego que da el retraso; y durante varias entregas de este blog, con el alivio que supone carecer de límites. La prensa escrita los tiene; la digital, en cambio, es como el universo de Einstein... Finito, pero ilimitado. Es su única ventaja.

Estoy ahora en el aeropuerto de Bangkok, camino de Vientián.

No quise escribir sobre Birmania mientras andaba por allí. Pedí el visado, siguiendo consejos de amigos, no como escritor ni como periodista, sino como profesor jubilado. No mentía por comisión, puesto que soy ambas cosas, reunidas por la edad y el escepticismo docente en una, pero sí por omisión, ya que sigo y seguiré, supongo, en la brecha de la literatura y el periodismo. El segundo, en contra de lo que parece, tiene poco que ver con la primera.

Hice mal. Era inútil. Fui víctima del síndrome de clandestinidad que me aqueja desde que peleé contra el Caudillo. Puede que en el pasado negasen la entrada en ese país a las gentes de péñola, tintero y crónica, pero eso es ahora leyenda negra sin base alguna.

Mis colegas de la canallesca (así la llamaba Franco), fieles al primer mandamiento de tan cínica y desvergonzada profesión, no han permitido, en lo concerniente a Birmania, que la realidad les estropeara la noticia y durante mucho tiempo, gota a gota, estilicidio a estilicidio, hipérbole tras hipérbole, han cargado las tintas y la suerte describiendo un país lóbrego, zaherido, esclavizado, desgarrado y martirizado por las fustas, las espuelas y las botas de la dictadura militar.

Yo no he visto nada de eso. Era una invención, una construcción, una volición, una falsificación impuesta por otra dictadura: la de la corrección política

Servían, sin saberlo, o quizá sabiéndolo, al integrismo de la democracia entendida al modo occidental, que no es el mío.

Pecaban, también, de exceso de sentimentalismo ñoño y de galantería cursi en lo tocante a ese pan sin sal ni pimienta, a esa muñequita hipócrita de orquídea mustia en el pelo, a esa monjita adinerada, a esa madreteresita laica, a esa criaturita de Oxford, a esa arribista ambiciosa y resentida, a esa Barbie sin minifalda, a ese icono del buenismo, a esa agente de la pérfida Albión y de la no menos pérfida Bruselas, a esa damisela santurrona con complejo de Edipo que lleva el nombre de Aung San Suu Kye.

Otra construcción, otra invención de los periodistas, de las oenegés, de las multinacionales, de la Casa Blanca, de la Banca negra y de los diplodocus ebrios que reparten el santo, la peana, el cepillo y la limosna de los Nobel de la Paz.

Lo siento. Sé que me estoy ensañando. No me gustan los ataques ad hominem, aunque sí a las ideas, pero esa mujer se me atragantó desde el día en que por primera vez oí hablar de ella. ¡Y no digamos ya cuando la vi y escuché lo que decía!

Soy, asimismo, consciente de que piso terreno minado y de que meto la pluma y la pata en un nido de avispas, tarántulas y serpientes de cascabel.

Bueno... Estoy inmunizado. La ponzoña es una triaca. Cuestión de dosis.

Sea como fuere, con Aung San o sin Suu Kye, Birmania es hoy un país como tantos otros de la zona. ¿Democrático, teocrático (hay medio millón de bonzos), autoritario, totalitario, castrense, liberal, dictatorial? Todos esos adjetivos carecen aquí de significado. La política, en el gajo del mundo que empieza en Big Sur y termina en Calcuta, sólo existe en los despachos de los recintos del poder, y aun eso con cuentagotas y sometida al catecismo pragmático del business is business. La gente no la considera cosa suya. Eso sale ganando.

No sé lo que sucedía antes ni pongo en duda la palabra de quienes hace unos años cubrieron la información relativa a la revuelta de los bonzos y a la feroz represión que la siguió, pero the times are changing. Suele suceder. Rindámonos, con júbilo, a esa realidad.

No sé lo que sucede ahora en las regiones de Birmania que no he visitado (hay muchas -black zones las llaman- a las que todavía no pueden ir los extranjeros, aunque estoy convencido de que pronto las abrirán) y en las que quizá reine aún la mano dura. Sobre esa parte del país no me pronuncio.

No sé si Aung San acabará sentada, porque así lo decidan sus paisanos, en el trono de la jefatura del gobierno y llegarán con su venia y de su mano los McDonald's a Birmania. Los pueblos, cuando acuden a las urnas, casi siempre eligen lo peor.

Pero sí sé que nadie podrá convencerme de que no he visto lo que he visto ni de que he visto lo que no he visto.

Durante quince días, desde la Roca Dorada hasta Mandalay, zigzagueando al hilo de dos mil kilómetros, entre la ida y la vuelta, y sin tomar un solo avión, he encontrado calma, serenidad, belleza, paisajes, carreteras, monumentos, monasterios, costumbres, devoción, dignidad, desarrollo económico, esperanza, sonrisas, gentileza, delicadeza, sencillez, buena educación y, sobre todo, gentes hospitalarias y amables que parecían felices.

¿Pobreza? Sí, claro, pero no hiriente. ¿Miseria? Muy poca. ¿Mendicidad? No. ¿Libertad? Sí. ¿Militares? Ninguno. ¿Policías? Muy rara vez y sólo para atender al tráfico.

Sosiéguense los periodistas. Sosiéguense los de Bruselas, los de la City, los de Noruega y los de la Casa Blanca. Sosiéguense los organismos internacionales y las oenegés. Sosiéguese la Lonely Planet -su guía del país es una infamia- y sosiéguese la mosquita muerta en su escaño de líder de la oposición. Birmania va por buen camino.

El próximo día, más.

Artículo de Fernando Sánchez Dragó visto en El mundo.

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