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Myanmar, capital Naypyidaw, ¿o Birmania, capital Rangún?

sábado, 13 de noviembre de 2010

Una ciudad construida desde cero, Naypyidaw, se erige como la nueva capital de Birmania (o Myanmar), auspiciada por el régimen militar que gobierna el país. Esta ciudad contrasta con Rangún, contenedor del movimiento democrático del país, que se deteriora lentamente.

Símbolo de poder y de buena suerte, el elefante blanco es un animal peculiar y excepcional; pocos existen en el mundo, y tradicionalmente algunos pueblos asiáticos le atribuyen significados místicos. Es el caso de Birmania, que a lo largo de su historia ha hecho del descubrimiento de este paquidermo albino un instrumento para fortalecer la legitimidad de sus monarcas y dirigentes, que siglos atrás se aprovechaban de las supersticiones, las leyendas y los ritos de su gente para dominarlos. Hoy, la junta militar que gobierna el país desde hace 48 años sigue utilizando esta simbología como estrategia de marketing para justificar su poder.

En agosto, uno de estos animales, hallado meses antes en el oeste del país, fue recibido en la capital con una gran ceremonia festiva. La presentación del elefante auspicioso coincidió con el momento en el que la junta se preparaba para anunciar el 7 de noviembre como fecha de las primeras elecciones en dos décadas, consideradas por muchos una farsa para fortalecer el poder de los militares. En el año 2001, la junta descubrió otros tres ejemplares y se presentaron como portadores de riqueza y prosperidad. Poco efecto tuvieron, ya que nueve años después Birmania –rebautizada Myanmar por el régimen– sigue siendo uno de los países más pobres de Asia, donde una de cada tres personas cuenta con menos de un euro al día en el bolsillo.

Un nuevo billete de 5.000 kyats –poco más de tres euros– puesto en circulación hace unos meses amenaza con disparar la inflación y empobrecer aún más a los birmanos. El lanzamiento del nuevo papel moneda, ahora el de más alto valor, es la última ocurrencia del presidente general Than Shwe tras ser guiado por sus astrólogos. Para buscar un buen porvenir, le aconsejaron que imprimiera en los billetes un elefante blanco, y así lo ha hecho.

Los más críticos con el régimen también atribuyen el traslado de la capital desde Rangún a Naypyidaw a estos adivinos, que habrían sugerido al máximo general un cambio de aires tras supuestamente soñar este con invasiones extranjeras. Inaugurada en el 2006, la nueva capital es un fortín, situada en el interior del país, 320 kilómetros al norte de Rangún. Está siendo construida desde cero a imagen y semejanza de la junta militar y sin reparar en gastos mientras que la antigua capital, que durante la época colonial brilló con luz propia, se despedaza en un imparable declive.

El runrún de los generadores eléctricos es la melodía de Rangún, donde las aceras se quedan estrechas para acomodar estas enormes y ruidosas máquinas que garantizan la electricidad de los vecinos más ricos. La falta de abastecimiento eléctrico es común en Birmania; cocinar, asearse o trabajar se convierten en una hazaña cuando el suministro se limita a unas pocas horas diarias.

Es una estrategia del Gobierno para mantenernos ocupados con las tareas cotidianas”, apunta Tin, un cambiador de divisas ambulante, que indica que los militares esperan que sin luz no haya tiempo para el ocio, o para que los ciudadanos se reúnan y confabulen contra el régimen.

Las calles de Rangún quedan al anochecer cubiertas por una oscuridad total, rota sólo por los faros deslumbrantes de destartalados coches y por raquíticas velas que iluminan los mercados nocturnos de abastos. “Prometieron que con la época de lluvia las nuevas centrales hidroeléctricas producirían suficiente luz para todos, pero por ahora lo único que nos ha traído el monzón son inundaciones”, se queja un vecino tras un chaparrón.

Pese a seguir siendo la mayor ciudad, y el centro económico y de servicios del país, la oposición en la sombra denuncia que los presupuestos de Rangún son cada vez más escasos. Que se ha desviado dinero antes destinado a la capital, pero también de partidas dedicadas a sanidad, educación y otras infraestructuras. Sin fondos, Rangún se oxida.

El alcantarillado escupe la lluvia dejada por el monzón, el pavimento minado de baches queda inundado e intransitable, la basura se acumula en algunas calles, y la criminalidad ha subido. El éxodo comenzó hace tres años cuando miles de funcionarios fueron invitados (léase conminados) a mudarse a la nueva capital. Los edificios coloniales que hasta entonces ocupaban los ministerios se han vaciado, sellado y abandonado. Todavía dura el traslado y se pueden ver hileras de camiones militares en la puerta trasera de algún edificio de la administración cargando sillas, mesas y material de oficina para la nueva capital.

Naypyidaw es una ciudad con cierto aire fantasma. Los dos extranjeros son los únicos pasajeros en el vuelo diario del aeropuerto que, según reza la propaganda oficial, acogerá a 10 millones de pasajeros anuales en el 2011. En la arteria principal de la ciudad, los ocho carriles de circulación son sólo transitados por alguna que otra hormigonera o un convoy de todoterrenos de lujo.

La crisis del ladrillo ha llegado también a Naypyidaw, porque colmenas de edificios de cinco plantas dan la sensación de estar totalmente vacías. Ni un alma pasea por la calle, aunque según la junta viven aquí un millón de personas. Los generales han urbanizado esta ciudad como compartimentos separados: la zona residencial, a un lado, alejados los ministerios y oficinas; un poco más allá, el barrio de hoteles, y, en el centro, la zona comercial, que es la única que acoge un poco de vida.

En una colina, el mejor hotel de la ciudad, exquisito lujo asiático por fuera, vacío, sucio y una piscina llena de algas verdosas, en el interior. El mayor atractivo cultural de Naypyidaw, su zoo, apenas visitado, cuenta entre otros animales con pingüinos que comen pescado importado, ya que el local no lo digieren. Afortunados, cuentan con aire acondicionado que mantiene 18 grados continuos en su jaula mientras la mayoría de la población apenas tiene luz en casa.

En las afueras, la hermética zona de los altos dirigentes es diana de cábalas y conjeturas. Pocos han entrado, y muchos menos se han atrevido a explicar algo, pero desertores del régimen en el exilio aseguran que lujosas mansiones cobijan a los altos rangos, que cuentan con tres campos de golf y que se está excavando una red de túneles para esconderse si ven amenazado su poder. Nadie sabe cuánto ha costado todo ni de dónde ha salido el dinero. Es fácil apuntar a la cooperación interesada de China, que ha invertido casi 1.400 millones de euros en el país; así como al tráfico ilegal de gemas que, pese a las sanciones internacionales, reporta cada año a la junta 500 millones de euros, según Human Rights Watch.

El miedo a una revuelta es la razón de ser de Naypyidaw, más allá de visiones y sueños de iluminados. Rangún es la cuna de la conciencia democrática que tantas veces ha hecho tambalear los cimientos del régimen. Sus calles vivieron la represión sangrienta de las protestas de estudiantes de 1988 y otra vez las manifestaciones de monjes del 2007, que acabaron con decenas de muertos y cientos de detenidos. Su heterogéneo tejido social lo hace incontrolable para el régimen, que prefiere pocos y elegidos ciudadanos en su nuevo cuartel general.

Nadie habla en público en Rangún sobre su oposición al régimen, pero casi nadie en privado se muerde la lengua al criticarlo. Aung Oo, un matemático al que la vida ha llevado a ser conductor de trickshaws (la bicicleta con sidecar, transporte de los pobres), participó en las protestas de 1988, pero se quedó en casa durante la revolución azafrán del 2007. “Lo importante no son las armas que tienen, sino la mente. Saben que no hablaremos de política con nuestro vecino porque desconocemos de qué lado está, sé que si me denuncia iré a la cárcel y mis hijos morirán de hambre”, cuenta.

Las elecciones que la junta ha organizado no despiertan optimismo. El partido de la premio Nobel Aung San Suu Kyi ha sido excluido, y se espera que las urnas arrojen un resultado favorable a los militares de siempre bajo un nuevo nombre y un gobierno de apariencia civil. El Reino Unido ha calificado los comicios de “farsa”; el secretario de la ONU, Ban Ki Moon, ha asegurado que “no serán creíbles”, y para Estados Unidos, “carecerán de legitimidad”.

La campaña electoral comenzó hace dos semanas con promesas de inversiones y reformas en Rangún. La gente sigue esperando que su elefante blanco, Aung San Suu Kyi, acabe su arresto domiciliario. Sólo ella, admiten algunos, puede devolver al país y a la antigua capital la dignidad perdida. La diferencia entre que en los colegios se enseñe Myanmar, capital Naypyidaw o Birmania, capital Rangún es más que una cuestión de léxico.

Lu Maw acciona la palanca que conecta el generador de electricidad y por un viejo micrófono grita “¡Que comience la función!”. Música, bailes tradicionales y sátira se dan cita diaria, a las ocho y media de la tarde, en el improvisado escenario del salón de su casa. Lu y el resto de la troupe Moustache Brothers representan un ejercicio de alto riesgo: reírse de la junta militar. Su hermano Par Par Lay y su primo Lu Zaw pagaron cara una broma: “Antes a los ladrones los llamábamos ladrones, ahora simplemente los llamamos funcionarios cooperativos”. El chiste, explicado en 1996 en una fiesta en casa de Aung San Suu Kyi, no hizo gracia al régimen, y los dos cómicos pasaron siete años en la cárcel, castigados a trabajos forzados.

Su liberación coincidió con un breve periodo en el que los generales permitieron a Suu Kyi salir de su arresto domiciliario, en el que ha pasado 14 de los últimos 20 años. Ella viajó a la ciudad de Mandalay, donde se reencontró con los Moustache Brothers y cinco mil personas que se reunieron aquella noche para disfrutar del show.

Desde entonces la troupe tiene prohibido actuar para birmanos, sólo turistas pueden oír las bromas sobre la cleptomanía o el nepotismo de los mandatarios: “He oído que en España tenéis problemas con los piratas de Somalia. Podrías decirles si quieren venir aquí a por nuestro general. Es un hombre rico… aunque ni así creo que lo quieran!”, ríe Lu mientras se retoca con finura los extremos de su afilado bigote.

Antes venían espías, ‘el KGB’ los llamamos, pero ahora nos dan por un caso perdido. Lo que nos dice el Gobierno nos entra por una oreja y nos sale por otra”, añade el cómico. Últimamente, se las están ingeniando para hacer llegar sus parodias a la televisión Voz Democrática de Birmania, que emite desde el exilio. La risa es su arma y su granito de arena en la lucha democrática.

Visto en Radical.es

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