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Los otros presos políticos de Birmania

viernes, 19 de noviembre de 2010

Thiha Yarzar lleva en la mirada todos y cada uno de los días que estuvo preso en varias cárceles birmanas, diecisiete años, seis meses y dieciséis días, durante los cuales sufrió torturas a lo largo de semanas enteras. En una de ellas, en la prisión de Kalay, en la que estuvo encarcelado durante cuatro años, las condiciones sanitarias eran tan pésimas, que la malaria mataba tanto a los prisioneros como a sus carceleros. En otra, la de Mai Sat, fue sometido a confinamiento solitario durante seis largos años por haber hecho una huelga de hambre. Thiha comparte con nosotros su historia como preso político porque su mayor empeño es “que el mundo sepa lo que sucede en Birmania”. No es una historia única: ahora que ha finalizado el arresto domiciliario de la líder democrática Aung San Suu Kyi, más de dos mil cien presos políticos birmanos siguen encerrados en cárceles como las que Thiha conoce demasiado bien.

Thiha tiene cuarenta y tres años, su padre era un coronel del Tatmadaw y su madre una maestra de escuela, lo que le convertía en un privilegiado. En 1991, tres meses después de que naciera su hija Tone Tone, fue detenido en Rangún cuando llevaba encima una pistola y unos documentos de la Alianza Democrática de Birmania. Tras torturarle durante varias semanas, le acusaron de alta traición y fue condenado a muerte. Sin embargo, en 1993 la Junta militar instauró la Convención Nacional para redactar la Constitución que ahora está vigente en Birmania y declaró una amnistía general, por lo que le conmutaron la pena por veinte años de cárcel.

Diecisiete años después, cuando Thiha salió de la cárcel, toda su familia creía que había muerto, ya que no sabían nada de él desde 1998. Su padre había sido expulsado del ejército, por no ser capaz de controlar a su hijo, y la familia lo había perdido todo. Entonces se enteró de que su mujer había muerto cuando estaba en prisión. Al principio, su hija le rechazó porque no le conocía y le culpaba de la muerte de su madre, “pero poco a a poco llegó a entenderme”.

La excarcelación no supuso la libertad para Thiha. Un día, después de visitar a su madre, se le acercaron unos hombres del Ministerio del Interior ofreciéndole un apartamento, un coche y dinero para poner en marcha un negocio a cambio de que escribiera algunos artículos en los periódicos del Gobierno en los que reconociera que se había equivocado, que Aung San Su Kyi se equivocaba y que la Junta militar tenía razón. Tras dos semanas en los que le visitaban a diario, Thiha rechazó tajantemente la oferta y les dijo que podían detenerle cuando quisieran. No los volvió a ver, pero al día siguiente apareció un grupo de miembros de la Asociación para la Unión, la Solidaridad y el Desarrollo (AUSDA, la organización civil de la Junta) que le seguían a todas partes, le gritaban, se reían de él y le decían a la gente que no hablara con él. Comenzó entonces un acoso cada vez más insoportable, que también incluía a su familia.

Un día, poco después de que algunos miembros de la AUSDA hubieran matado a golpes a un antiguo prisionero político frente a un mercado de Rangún, el presidente de la Liga Nacional para la Democracia, U Aung Shwe, se puso en contacto con Thiha, le dio un poco de dinero y le pidió que abandonara el país porque su vida corría peligro.

En diciembre de 2008, tres meses después de salir de la cárcel, Thiha huyó a Tailandia. Desde entonces vive en Mae Sot como un inmigrante ilegal, ganándose la vida como puede con trabajos ocasionales. La policía tailandesa le ha detenido varias veces y le ha dejado libre a cambio de un soborno, hasta que les ha dicho que no piensa pagar más dinero y que si quieren, pueden detenerle y enviarle de vuelta a Birmania, donde su vida corre peligro, pero él llamará a sus amigos y a los medios y les explicará la situación. Desde entonces, la policía no ha vuelto a acosarle.


Primero detuvieron a uno de mis compañeros. Le torturaron hasta que dio un nombre. Después detuvieron a esa persona y le preguntaron quién les había puesto en contacto. Su hermana vino a mi casa para decirme que le habían detenido y que debía esconderme, pero pensé que yo no había participado en las protestas y que, por tanto, no me iban a arrestar.” Quien habla así es Khin Cho Myint, una birmana de 38 años que estuvo presa en dos cárceles de Birmania durante cinco años y nueve meses por pertenecer a un sindicato de estudiantes clandestino. Khin estudiaba Físicas en la Universidad de Rangún y trabajaba en secreto para un sindicato estudiantil clandestino actuando como enlace entre diferentes grupos y contactando por Internet con grupos de exiliados para ayudar a los presos políticos.

En 1998 detuvieron a Khin junto a otras veintinueve activistas. Afirma que no le torturaron demasiado cuando la detuvieron porque es una mujer, “se limitaron a no dejarme dormir ni comer durante tres días”. Las presas políticas lograron organizarse en la cárcel, se apoyaban las unas a las otras, compartían la comida que les entregaban sus familiares y, por las noches, incluso cantaban todas juntas para mantener los ánimos, algo que estaba totalmente prohibido. Quizá precisamente por eso, Khin no lo sabe con seguridad, siete meses después enviaron a las treinta presas a diferentes cárceles para separar al grupo. Khin fue a la cárcel de Moulmein, donde compartía celda con otra presa política. Al trasladarla a una cárcel lejos de la Rangún, su familia sólo podía visitarla una vez al mes, en lugar de dos veces.

Aunque en realidad la habían condenado a diez años de prisión, fue puesta en libertad hace dos años. Tras su excarcelación en 2006, la llevaron a un cuartel de la Inteligencia Militar, donde la presionaron para que no hablara con ningún medio de comunicación o tratara de contactar con sus antiguos compañeros. Durante los dos o tres meses siguientes, las autoridades locales o provinciales visitaban su casa con regularidad, por lo que no pudo retomar sus actividades políticas. Sin embargo, durante la llamada “Revolución de Azafrán”, Khin se acercó un día a animar a los monjes que marchaban por las calles de Rangún.

Hace dos años, Khin decidió huir del asfixiante régimen de la Unión de Myanmar y ahora vive en la localidad fronteriza tailandesa de Mae Sot, dónde trabaja en la Asociación de Asistencia a los Prisioneros Políticos de Birmania (AAPP). Su trabajo consiste en traducir informes del birmano al inglés, enseñar a los visitantes el pequeño museo que la organización tiene en la sede de Mae Sot, en el que hay fotografías de los reclusos, una maqueta de la prisión de Insein o la reproducción de una celda, y explicar a los periodistas la situación de los compañeros que siguen encerrados en las cárceles de su país.

La AAPP, la organización que más se ha dedicado a denunciar las violaciones de los derechos humanos de los presos políticos, fue fundada en marzo de 2000 por un pequeño grupo de exiliados birmanos en Tailandia y en la actualidad cuenta con trece miembros en Mae Sot y setenta y cinco que trabajan clandestinamente en Birmania. Su trabajo dentro del país es tan peligroso, que sus miembros operan en pequeños equipos, de no más de cinco personas, que no se conocen entre sí.

Según Bo Kyi, secretario y cofundador de la AAPP, “es muy importante para el estado psicológico de los presos que sepan que no han sido olvidados”, por eso la asociación también ayuda a las familias de los prisioneros facilitándoles comida o medicamentos. La AAPP también tiene un programa de becas para que sus hijos puedan seguir estudiando cuando las familias han perdido sus ingresos. Además, se ocupa de documentar y hacer un seguimiento constante de casi todos los presos políticos. Para llevar a cabo esa tarea, cuenta a menudo con la ayuda de los propios funcionarios de prisiones, quienes, con frecuencia a cambio de sobornos, toman fotografías de los prisioneros.

El propio Bo Kyi, hijo de un oficial del ejército al igual que Thiha, que fuma puros birmanos sin parar y procura no perderse ningún partido del Barça, es un antiguo preso político que fue detenido en 1990 junto a su amigo y líder de la Federación de Estudiantes de Birmania, Min Ko Naing, por organizar una manifestación para pedir la libertad de los prisioneros de conciencia y la legalización de la Federación. Tras cumplir una condena de tres años, fue excarcelado y le permitieron continuar sus estudios de literatura birmana, aunque la universidad le impuso la condición de que no apareciera por las aulas. Bo Kyi también sufrió el acoso de las autoridades, que le vigilaban constantemente. Cuando salió de la cárcel consiguió un trabajo a tiempo parcial en una copistería, pero unos agentes del Ministerio del Interior hablaron con su jefe y le dijeron que lo más conveniente para él era que le despidiera. Entonces Bo se dedicó a dar clases particulares de inglés, aunque le dijeron que no lo hiciera.

Un año después de salir de la cárcel, unos agentes de la Inteligencia Militar le ofrecieron colaborar con ellos. “Accedí –cuenta–, pero puse dos condiciones: que liberasen a todos los presos políticos y que la Junta hablara con Aung San Suu Kyi. Entonces me dijeron que tres años en la cárcel no eran suficientes para mí, que no me habían bastado para aprender la lección. Me volvieron a detener y me condenaron a cinco años más”.

Un año después de su liberación, en 1998, unos amigos le avisaron de que iban a detenerle y decidió huir a Tailandia. Se considera afortunado, porque, según dice, “cuando llegué a Mae Sot conocía a mucha gente y mucha gente me conocía a mí”. Durante tres meses estuvo reflexionando y estudiando cuál era la mejor manera de ayudar a sus compañeros y finalmente decidió fundar la AAPP con otros antiguos presos políticos.

La AAPP ha ido creciendo poco a poco con el paso de los años y ahora cuenta con un presupuesto anual de medio millón de dólares gracias a la financiación de instituciones como el National Endowment for Democracy o el Gobierno noruego, y Bo Kyi viaja con frecuencia a Europa o Estados Unidos para informar sobre la situación de los presos a organismos como el Consejo de Derechos Humanos en Ginebra y para recaudar fondos para la organización. Ahora que la Junta militar birmana está introduciendo cambios para instaurar lo que denomina una “democracia disciplinada”, la AAPP ha hecho un llamamiento a la comunidad internacional para que exija la liberación incondicional de todos los presos políticos, algo que considera esencial para que se produzca un verdadero proceso de reconciliación nacional en Birmania. Mientras tanto, Aung San Suu Kyi ha declarado que su principal objetivo a partir de ahora será conseguir que todos ellos sean puestos en libertad.

Otro antiguo preso político que trabaja en la AAPP es Min Min, un joven de treinta años que estuvo cinco años, un mes y siete días en la cárcel por intentar organizar en el año 2000 un sindicato estudiantil cuando estudiaba Zoología en la Universidad de Pegu. En un principio, sus compañeros y él crearon el sindicato sólo para pedir mejoras en el funcionamiento de la universidad, sin ninguna orientación política clara. Por ejemplo, los cursos tan solo duraban tres meses y los estudiantes exigían cursos de un año.

Min Min fue encarcelado primero en la prisión de Insein, en Rangún. Allí todos los presos políticos estaban encerrados en la misma zona, en varios edificios con celdas individuales. Las reglas para los presos políticos eran más estrictas que para el resto de los internos de la prisión: no podían hablar entre ellos y estaban 23 horas al día encerrados en celdas que no tenían más que un pequeño ventanuco a una altura de tres metros. Min Min, un budista convencido, “aunque no creo en lo que cuentan los libros”, practicaba la meditación para sobrevivir. “Me salvó la vida”, dice.

Después de un año en Insein, los presos políticos decidieron hacer una huelga de hambre para exigir que mejoraran sus condiciones. La huelga duró unos veinticinco días, tras los cuales los presos fueron trasladados a otras cárceles, no sin antes sufrir varías semanas de torturas como castigo. Min Min fue recluido en la prisión de Myawaddy, al norte de Rangún, dónde su familia ya no podía visitarle con la misma frecuencia que en Insein. Según Min Min, muchos de sus carceleros se convirtieron en amigos suyos con el tiempo, pues “también son seres humanos”. Las familias podían llevar a menudo artículos prohibidos a los presos, como libros o ropa, a cambio de dinero. Min Min se niega a llamar “soborno” a esa clase de arreglos. “Nosotros lo llamábamos negociar”.

Cuando le pregunto por Aung San Suu Kyi, Min Min responde que la admira y que su fama mundial es beneficiosa porque hace que la causa por la democracia en Birmania reciba más atención, pero añade con cierta amargura que la gente sólo se fija en los famosos, que sólo la conoce a ella y no a los miles de presos políticos que siguen encerrados. “Ella es nuestra gran esperanza, pero la gente cree demasiado en héroes, depende demasiado de ellos y eso no es bueno. Tenemos que aprender a depender más de nosotros mismos para poder tener una democracia.

Visto en El gran juego.

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